este artículo probablemente solo sea una seguidilla de errores cometidos por dos vagabundos que se fueron al mar sin saber ni de barcos ni de mar, y que aprenden en camino. Tal vez ayude a algún otro marinero a no repetir esos mismos errores.
Incidente antes de llegar a Cape Town: Al salir del puerto de East London nos encontramos con una mar montada y olas del sur, de frente, de 3 o 4 metros, separadas una de otras en un tiempo muy corto, haciéndolas más incómodas. Con el motor empezamos a alejarnos de la costa, enfrentando las olas que rompían sobre la proa. De repente sonó la alarma motor de baterías mientras las baterías de servicio bajaban a 10v. El alternador estaba caliente. Nos era imposible apagar el motor, el riesgo de naufragar sobre la costa era demasiado importante. Durante veinte minutos la situación siguió así, hasta que la alarma se apagó y las baterías volvieron a subir. Que había pasado? No lo sabíamos, lo descubriríamos en Cape Town y más adelante.
rompe cabeza parte 1
Ciudad del Cabo, y sus montañas verdes invitando a recorrerlas, su cielo salpicado de nubes y sus tardes tibias, sus senderos y cascadas, y sus playas largas. Después de tres meses en Ciudad del Cabo, en Hout Bay, salimos hacia Namibia. De qué fueron hecho esos tres meses en tierra firme, atados por primera vez a un pantalán en años? De reparaciones diversas, como dos cables de obenque que necesitaban ser cambiados, el piloto automático que siempre nos suelta, el enrollador que había vuelto a romperse y que hubo que soldar de nuevo, el tubo del enrollador que presentaba corrosión y que tuvimos que cortar, las velas que necesitaban costuras. También decidimos poner el gas afuera, en un cofre de babor, después de conversaciones con marineros en East London. Y el cambio de varios portillos con los paneles de metacrilato que nos regaló Hugo, un constructor de catamarán, entusiasmado con nuestra historia.
Owen, un vecino de pantalán y amigo, ayudando a Diego con el enrollador-
Diego metido en el pozo de ancla, cambiando la instalación del molinete
Bueno, un barco algo viejo y que navegó mucho, y al que le prodigan cuidado dos soñadores sin presupuesto. Pero también tocó reinstalar el molinete del ancla, que, habíamos descubierto, había sido instalado al revés en el circuito eléctrico. Esa defectuosa instalación, con un mar muy formado, había hecho a la salida de East London un corto circuito. El contacto con una ola había puesto en marcha al molinete, que se sobre calentó, encendiendo un fuego en el cofre de ancla hasta que otra ola lo apagó y paró el corto circuito. En Madagascar habíamos dudado en cambiar el disyunctor del molinete, y frente al precio que tenía y la insistente opinión del vendedor de que podíamos precindir de este, no lo habíamos hecho. Grave error! Enfin, frente a los hechos, decidimos en Ciudad del cabo el solenoide en un lugar seco dentro del barco, colocal un disyuntor nuevo, agregar dos interruptores al circuito positivo y uno al circuito negativo, cambiar todos los cables del molinete por unos mas gruesos, y , claro, instalar el positivo y el negativo en su lugar. El incidente de East London nos había abierto los ojos sobre las fallas de la instalación eléctrica a bordo. Unos meses después un navegante nos decía “cuando uno le compra un barco a alguien, no tiene que dar nada por hecho – Hay que verificar absolutamente todo, cuestionarlo todo, y muchas veces rehacerlo”. Vamos aprendiendo a medida que avanzamos, y no se nos había ocurrido cuestionar la instalación del molinete o del circuito eléctrico en su globalidad. Pero Ciudad del Cabo no fue solo eso. Fue, sobre todo, una búsqueda intensa por un ataque repentino de electrólisis que surgió en el barco. Una semana después de amarrar a Tortuga empezaron a aparecer manchitas blancas todo alrededor del motor, y luego en el resto del casco. Todo el mundo era rotundo, tanto los marineros con barcos de aluminio en la marina como los amigos desde lejos, los forums y los libros: había, en el barco, una pérdida eléctrica. “Es armarse de paciencia”, nos dijeron, “y encontrar el cable que falla”. Era como buscar una aguja en un pajar Un cable? Cuál? Vivimos dentro del barco y nuestra economía no nos permitía alquilar una casa y vaciar el barco para buscar bien. Tendríamos que desarmarlo viviendo dentro. Hay cosas peores que vivir en un taller, claro. Y además, tengo que decirlo, había a bordo un buen humor que parecía invencible. Menos mal. Primero pensamos que podía ser el mismo alternador, dado el problema eléctrico que tuvimos en el mar cuando el molinete entró en corto. Pero después de consultar a varias personas, todos afirmaron que si el alternador tuviera un problema, no funcionaría, o marcaría una perdida. El alternador no era, había que buscar en otro lado. Les encontré talleres a los niños, de ajedrez y de música, para que tengan una vida social.
También decidimos que pase lo que pase, saldríamos una vez por semana todo el día a caminar aquellas montañas que nos llamaban tanto.
Aquellas caminatas eran un respiro de aquella pesquisa infernal. Y las caminatas por la playa, en los atardeceres, en que nos desconectábamos del barco, en la medida de lo posible. Oiuna salvó varios pájaros durante esos meses, y hasta nos tocó convivir una semana con dos patitos en el baño hasta que vinieran a buscarlos una asociación protectora de animales. Dos patitos en el baño, un gato, una gaviota en la cubierta, dos niños, los juegos de sociedad, las comidas, las charlas, las noches, en un barco desarmado, en el que poco a poco no iba quedando una plancha de madera en su lugar.
Oiuna y una amiga rescatando gaviotas
Un viejo marinero que viajó 20 años en un barco de aluminio nos dijo que pensáramos en todo lo que habíamos hecho o que había sucedido antes de que empezara el ataque Y entonces repasábamos una y otra vez cada hecho mínimo, a ver si allí se encontraba la respuesta. Claro que volvíamos al incidente de East London regularmente, sin encontrar la respuesta. Diego volvió a diseñar el circuito eléctrico, cambiamos algunos cables, renunciamos a las dos heladeras, con el lema “cuánto más simple mejor” y ahí pasaba el día, murmurando “positivo, negativo, positivo, negativo” y ese maldito voltaje en el casco. Estaban a veces las visitas de Andrei, quién lo ayudó a Diego a soldar el enrollador y volver a fijar la balsa salvavidas sobre el puente, y que nos invitaba a cenar cuando nos veía cansados. Andrei se reía de él y nosotros, con las mismas ganas que nosotros, y con él podíamos celebrar lo absurdo que era todo, en su barco de acero “Argus”, que tenía dentro un verdadero taller. También estaba la visita de otro marinero, Manu, que nos volvió a soldar el cuello de cisne de la botavara y nos hizo una pieza especial para adaptar nuestras botellas de gas. Y hasta vinieron los abuelos de Francia y se llevaron a los niños a pasear por Sudáfrica una semana mientras nosotros nos encontrábamos a solas en un entorno que se las arregló para ser romántico a su manera. Los meses pasaron, y el barco mejoró bajo muchos aspectos. El nuevo circuito eléctrico se había asencillado mucho, habíamos tirado metros de cables inútiles, cambiado los que eran necesarios, mejorado la jarcia.
nuevo circuito eléctrico diseñado por Diego
Pero la electrolisis seguía. Dos veces desarmamos todo para limpiar el casco con trapo y agua, y a la semana volvía. A veces Diego cantaba victoria, había encontrado una pérdida! Era un viejo cable, pero al cambiarlo el problema seguía, aún si con algún que otro amper menos. Cuando no tenía las manos en los cables, Diego leía el manual de Nigger Calder sobre la electricidad a bordo. Era un aprendizaje nuevo, e intentábamos escuchar a Tortuga, ¿Qué es lo que decía? ¿Dónde estaba la falla? Al fin nos encontramos que Marzo terminaba, nuestra visa terminaba, y también terminaba la temporada para poder navegar de Sudáfrica a Namibia. Nos teníamos que ir. Listos, no, no estábamos listos, seguiríamos en Namibia y nuestro optimismo nos hacía pensar que sería pan comido, que ya casi lo teníamos. También teníamos la idea de que el puerto de Hout Bay estaba muy contaminado, y teníamos la esperanza que al irnos se resolviera el problema por sí solo. Habíamos reparado tantas cosas ya! Y el casco estaba limpio. Todo era posible. Y de todos modos, no había opciones.
despidiendo los amigos de Hout Bay
remolcados por Richar, vuelta a Hout Bay
Asi salimos, de Hout Bay hacia Cape Town para hacer la salida oficial, el último día de visa que teníamos, con un amigo del ajedrez de Mae a bordo, y todos los amigos de esos meses en el pantalán, abrazándonos y deseándonos lo mejor. Habíamos dormido dos horas aquella noche, para terminar de transformar aquel taller en un barco navegable, y contábamos con una navegación muy tranquila en la que podríamos dormir. Pero a unas pocas millas de zarpar en aquel día sin viento, el motor dejó de tirar agua y tuvimos que apagarlo. Llamamos al comodoro de Hout Bay, Richard, quién nos vino a buscar en una lancha. En el muelle estaban todos, enseguida Manu se puso a buscar con Diego la causa del problema y un par de horas después estaba resuelto: le entraba aire en el cobertor de la pompa de agua. Diego la lijó y la volvió a colocar al revés y el motor arrancó. Manu nos consiguió una nuevo interruptor para hacer el contacto del motor (que se había roto aquella mañana a pesar de ser nueva!), y un filtro de agua de repuesto. Nos regaló una máquina de coser y artefactos para hacer inventos electrónicos, y luego Andrei y él nos dejaron dormir. Cuando nos despertamos habían preparado un asado en su barco, y nos esperaban. Qué alegría y calor dan esos gestos tan solidarios y sencillos, espontáneos y felices! Casi me alegré por el incidente motor, que nos permitió sentir aquel cobijo de los amigos marineros. Pero claramente, Tortuga no estaba lista para cruzar el Atlántico, apenas para irse hasta Namibia, 800 millas bien movidas.
vuelta a Hout Bay, los amigos nos ayudaron y agasajaron
Luderitz, el rompe cabeza parte 2
Evaldyn, la mujer de port control de Ludertiz, nos dio permiso para amarrarnos al viejo jetty de madera del puerto, “a nuestros propios riesgos”, ya que no teníamos dinghy para cubrir la distancia entre el fondeo y el puerto, sino un simple kayak que solo podía, con riesgos de volcarse , llevar a dos personas. En Cape Town, Richard, el comodoro de Hout Bay, nos había regalado un viejo dinghy de madera que Mael había arreglado en parte, pero aun no lo habíamos probado. Evaldyn, adorable, nos dijo que nos quedáramos unos días en el jetty de madera, que hablaría con el capitán del puerto para explicar la situación, que no habría costo alguno por estar allí. En migración nos explicaron que los argentinos no podían tener visa a la llegada, que se necesitaba una semana para hacerla y, optimistas y con la idea de seguir viaje pronto, no la pedimos. Luego, cuando la quisimos, nos explicaron que ya no podían otorgarnos la visa porque solo se podía pedir al llegar. Así el equipaje se encontró con dos personas con visa, Oiuna y yo, y dos sin, Diego y Mael. La señora de migración les dio permiso sin embargo para ir al Yatch Club, que se encontraba fuera del puerto, a unos pocos metros.
Al “abrir” los fondos, nos encontramos de nuevos con la electrólisis. No por habernos ido de Cape Town se solucionó el problema. Luderitz. El desierto. El poblado. Cuando soplaba del norte, la bruma densa. El viejo pantalán de madera. Y Diego seguía buscando. El barco se desarmó, no se podía ni pisar, búsqueda ya casi desesperada de esa pérdida eléctrica. ¿Cómo se logra encontrar algo que no se ve? Para colmo, descubrimos que la madera era conductora, por la humedad que contenía. Ese descubrimiento nos dejó aún más perdidos. “Me siento mal por Tortuga” me decía Diego “Ella está mal, y yo no logro arreglar el problema.” ¿Nos iremos más allá del desierto de sal que nos separa de Brasil? ¿Quién sabe?. Mael volvió a reparar el dinghy de madera que tomaba agua. Le hizo un mástil y usando la hamaca de vela, iba a cargar el agua. Yo puse en uso la máquina de coser que nos regaló Manu, y arreglé cosas, hice unas sombras para el cockpit. Y la escuela, la cocina, las idas al pueblo a buscar cables, o conectores. Envolvimos los días de tantos mimos, de tantas risas, de juegos y lecturas, que se hicieron suaves a pesar de esa pérdida eléctrica y ese desorden que ocupaba todo el barco y a pesar de la imposilidad para los chicos de ir al pueblo. El mar se extrañaba y entraba en nuestros sueños, con una fuerza que no tenía hasta entonces. Podia soñar sus sonidos, la fuerza de las olas o de las corrientes sobre el casco, los ruidos de cadenas y ancla. Y los días pasaban. También pasaban algunos marineros, tiraban el ancla, compraban víveres y se iban. Los veía partir como quién mira por la ventana un paisaje que lo llama, sin poder salir.
Diego y Mae en la barca con una hamaca de vela
Un día se presentó Giel delante del barco. Un hombre alto y fuerte, ya entrado en años, que nos dijo ser el fundador de “Seven Sea Project”, y nos preguntó qué nos pasaba. Ya nos habíamos acostumbramos a resumir el problema en una escueta oración que poco translucía lo desesperante de la situación: “electric problem”. Giel nos dio el contacto de un electricista marino, “el mejor de Luderitz”. También nos abrió las puertas de su casa, arriba de la colina, para que usemos el lavaropas. Eran horas lindas las que pasamos allá arriba con Oiuna y con aquel hombre extraño. Su patio me recordaba a otros patios, y estaba siempre lleno de aves que él alimentaba. Descubrimos que compartiamos los dos el interés por la fotografía, él tuvo muchos años un laboratorio y, encantado con mis cianotipias, me regaló varios manuales con toda la química para hacer su propio laboratorio, y una cámara de fotos analógica con la que he fantaseado mucho.
foto Giel y Oiuna y camara de fotos Anna
Giel enseñandole a OIuna a atar los zapatos
la cámara que me regaló GIel
Descubrí en Giel, a pesar de su carácter huraño, un hombre que sabía muchísimo, que estudió ingeniería eléctrica y fotografía, socorros marítimos y por aire, química y física, que estaba en experimentos para crear, además de su propio compost, su propio bio-gas con el que alimentaba una parte de su casa, que más que una casa se parecía a un laboratorio repleto de experimentos y fórmulas químicas en las paredes. Aquí una máquina para hacer baotze, allí unas ollas a presión afghanas, en el estante todo tipo de fermentos, en el rincón unos brotes de plantas del desierto desaparecidas por el arraso de algunas farmacéuticas europeas. Encantado por los niños y los animales, muy crítico hacia los humanos y esta sociedad, un hombre solitario y lunático, visionario y sufrido, racional y profundamente tierno.
Mientras, Diego había hecho amistad con la gente del puerto, quienes, siempre dulces, nos pusieron su taller a disposición. Se siguió cambiando cables, atacamos los paneles solares y sus conexiones, los cables del mástil, y le pedimos finalmente al electricista del puerto que venga a ver. El hombre vino, agradable, constató una pequeña pérdida juzgándola sin importancia, volvió a confirmar que el alternador estaba bien. Entonces me fui a buscar al “mejor electricista marino de Ludertiz”, Heinz, quién tenía su taller a orillas del desierto, fuera del pueblo. Le conté toda la situación con la mayor cantidad de detalles posibles, volviendo una vez más sobre el incidente de East London, y él prometió pasar pronto, ni bien obtuviera el permiso para ingresar al puerto. “Si es el alternador”, me dijo con una voz tranquila, “entonces lo desmonto y lo traigo aquí, al taller. Lo arreglamos, no es problema.” También me hizo entender que no era especialista en barcos de aluminio. Unos días después vino a bordo, agradable y concentrado, miró el motor, el alternador, diversos cables. Concluyó que el alternador estaba bien, y nos dijo que si fuera de acero el barco, no dudaría en conectar el cable negativo en el casco. “como es aluminio, me quedo con la duda”, concluyó.
Esa idea de negativo en el casco ya había sido evocada en Cape Town. Hay, en el mundo de los barcos de aluminio, dos grandes corrientes. Los que sostienen que poner el negativo en el casco protege de la electrolisis, ya que toda corriente vagabunda que circule por el casco volvería a la batería a través del negativo y los que sostienen que el casco tiene que estar totalmente aislado, ya que eso produciría corrosión. Nosotros tenemos un modelo de barco que vino con la teoría “europea” por decirlo así, del aislamiento total. Pero, como lo subrayó Heinz, si hay polvo en los soportes del bloque del motor que aíslan el motor, entonces el casco ya no está aíslado. Empezamos de nuevo a leer teorías diversas investigando el tema, y cuánto más investigamos menos sabíamos.
Llevábamos un mes en Luderitz. Mes en el que Mael y Diego solo habían salido una vez en el auto de Giel, para ir a ver el desierto y tomar algo de aire del puerto. Entonces, si los dos mecánicos nos decían que el alternador estaba bien, que el problema era mínimo, y nadie más parecía poder ayudarnos, ¿qué nos quedaba por hacer? Limpiamos todo el casco una vez más. Pusimos el barco en la playa y raspamos su casco por fuera, y nos preparamos para zarpar estibando el barco. ¡Se venía la partida! ¡Se olía en el aire! Nos despedimos de las amigas de Oiuna, de los amigos del club, de los amigos del puerto y el taller y de capitanía, de los niños de la calle que nos habían pedido que los adoptemos y los llevemos al mar y con los que Mael jugaba regularmente al fútbol y al freesbee delante del club, defendiendo ante el policía que los quería echar que ellos tenían tanto derecho a jugar como los demás niños, me abrazaron las cajeras del supermercado con las que había conversado regularmente sobre sus condiciones laborales inaceptables. Ya nos íbamos. Antes de hacer la salida, decidimos ir a pasar un día o dos a un islote a pocas millas de Luderitz. Ver un poco su fauna, tener algo de paseo antes de tan larga travesía y ver si todo funcionaba a bordo. Le avisé a Capitanía, salíamos 24 horas o 48, a hacer pruebas al mar, antes de venir para hacer la salida formal.
Mae enseñandoles ajedrez a unos chicos con los que jugaban
Oiuna y su amiga, paseando en barco
Qué fiesta entonces, el mar de nuevo, el barco acomodado, los delfines que juegan alrededor de Tortuga, y aquel fondeo fuera del tiempo, tan silencioso, apacible, desde el que podíamos observar los flamencos rosados a orillas del desierto, y las colonias de pinguinos sobre una roca aislada. Nos hicimos una excursión a tierra, y admito que no podía dejar de reirme a carcajada al observar a aquellos pájaros torpes caminar, pelearse o mimarse, dar unos saltitos o correr. El atardecer pasó de ser luminoso a perderse en su bruma espesa, que fue tan rápida en instalarse como en esfumarse. Decidimos pasar la noche allá, una noche llena de estrellas. Antes de que amanezca todos estaban listos para ir a tierra de nuevo, y Diego empezó con los trayectos en kayak, uno a uno. Al regresar nos dimos vuelta los dos, con campera y todo, y además del ataque de risa que nos dio, nos otorgó el derecho incontestable de afirmar que nos hemos bañado en aquellas agua heladas.
Pero al zarpar volvió a sentirse la alarma del motor al subir el ancla, y las baterías bajaron. El piloto se rompió y de toda evidencia eso era debido a un problema eléctrico, y pudimos constatar que teníamos una entrada de agua al nivel del motor. Jack London describió la preparación de su barco en un capitulo que intitulo “ Lo inconcebible y lo monstruoso” creo que lo resume bien, uno ya no entiende, mirando hacia atrás, cómo pueden haber pasado tantos días, tantas horas, cómo podía ser que todo parecía impedir el viaje, que se multiplicaban las trabas en enrosques impensables. En sí, el piloto se podía arreglar, como siempre, y la pérdida de agua era por la bomba de agua cruda del motor. Había que encontrar un repuesto, una junta, y me pateé las pocas calles empolvadas de Luderitz, como una detectiva, y lo hablaba por las noches con los miembros del club, mientras bebían sus cervezas, y al final se encontró aquella pieza, aún si tardó en llegar al pueblo.
Mientras, encontramos por internet una eminencia en el mundo del barco de aluminio, un hombre que vivía en Australia y había publicado mucho sobre el tema. Nos pusimos en contacto directo con él, y a medida que intercambiabamos correos todo que lo pensabamos saber se iba evaporando. Él sostenía que si uno no está conectado al jetty, uno no podía estar afectado por la corrosión galvánica de otro barco. A pesar de estar en el mismo electrolito (el agua de mar), no podía ocurrir corrosión si no había conexión entre los barcos. Nos habló de experimentos que así lo comprobaban y de su propio barco que siempre estuvo impecable sin ánodos de sacrificio. Entonces, ¿y toda la teoría de usar muchos ánodos en puerto porque la carga eléctrica era dañina? Sostuvo también que lo que teníamos no era electrolisis sino corrosión, no debido a la pérdida eléctrica sino a una contaminación: al polvo, la suciedad, el cloro que contiene el agua de los puertos y la sal de las olas que nos habían entrado a veces en el interior. Esa corrosión se solucionaba con una limpieza a fondo y mantenimiento constante. Nos dijo que si hubiera pérdida eléctrica esa afectaría a nuestros ánodos , y no al casco. A esta altura la electricidad me parecía brujería.
Por el siguiente consejo de aquel hombre, Diego cambió de lugar la caja de control, que vienen regularmente falladas en el motor que tenemos, y que sospechamos sigue soltando un voltaje residual en el casco y la fijó fuera del motor. Y siguiendo la pista de la corrosion por contaminacion, nos pusimos a desmontar todo de nuevo. Pero más. Siguiendo esa pista de la corrosión, desmontamos todas las maderas en contacto con el casco, estaba mal hecho, porque ahí donde tenían contacto, había corrosión pronunciada. Recortamos maderas, lijamos y tratamos. Nos dimos cuentas que el lavabo tenía una pequeña pérdida que hacía que siempre les iba unas gotas de agua salada al casco. Desmontamos el lavabo y ahí andaba por el pueblo buscando repuestos imposibles, hasta encontrar a la persona creativa que pudo imaginar una solución y conseguirnos todas las piezas sin querer cobrarnos nada. Para poner alegría y mantener a los chicos que vivían como confinados, sobre todo Mael, propuse que le pusieran color a las puertas. Así se montaron los chicos su taller de carpintería, y volvieron a pintar gran parte de las maderas del barco.
Mientras, lavábamos cada rincón del barco con agua destilada y jabón neutro, secando luego con un trapito suave. Y Diego seguía buscando negativo, positivo... La pérdida seguía, y cada día veía más electrólisis. “cuando la ves una vez”, nos dijo Denisson, un amigo marinero que estaba de paso y nos alegraba las veladas viniendo a cenar con sus mil historias del mar, “siempre ves más luego”. Pensamos en sacar a “Tortuga” del agua, y de nuevo tanto la gente del puerto como la del pueblo nos ofrecieron toda la ayuda de la que era capaz, pero era muy inseguro levantarla en las condiciones que había allí. Pensamos en sacar al motor para ver por debajo y volver a aislarlo, pensamos en zarpar.
Mientras, se perdió el dinghy, atado torpemente por uno de los chicos. Pasamos horas, en vano, en un dinghy prestado buscando por las orillas del desierto.
Un día en que estaba en el patio fresco de Giel, poniendo la ropa a secar, le conté sobre la pérdida eléctrica imposible de encontrar, y la historia de East London. Entonces Giel me dijo que probablemente fuera el alternador, y que no importaba que este funcionando bien, que no parezca tener fallas, que los electricistas nos hayan dicho que no había problema. El alternador podía tener un diodo roto y seguir funcionando como si nada. Había que sacarlo del motor, abrirlo, y testear los diodos. Entonces Diego desmontó el alternador e hizo la prueba sugerida por Giel. Enfectivamente había una pérdida, y volví con la famosa pieza cargada en la mochila al taller de Heinz, a orillas del desierto. Y Heinz me dijo que si queríamos él lo abría, pero que Diego estaba buscando el gato en una bolsa donde no había gato. Pero, y entonces qué? Si tu motor estuviera bien aislado, no tendrías problema, si tuvieras un negativo al casco, tampoco. Nosotros no teníamos certidumbres, salvo que si no habría pérdida eléctrica no importaría tanto que no esté bien aislado el motor, y que con una pérdida no pondríamos el negativo al casco. Heinz aceptó desmontarlo y encontró, efectivamente, un diodo roto. Pudimos ponernos en contacto con un skipper que vendría en una decena de días para que nos traiga el repuesto de Ciudad del Cabo, y los amigos de allá se ocuparon de la compra y la entrega al skipper.
Sentía que todo aquello era un paso necesario, un aprendizaje sobre “Tortuga”. Dentro de la iniciación que es el mar, esta frustrante y cansadora etapa era imprescindible. Cuando logremos salir, cuando se vuelva a montar las maderas y la cocina y poner la electricidad en marcha, el motor montado, el casco reluciente, seríamos entonces, aunque muy imperfectos, mejores capitanes de la nave “Tortuga.”
Y ese día llegó, después de la tercer luna llena en Luderitz, que aprovechamos para sacar el barco a la playa y sanar el casco y limpiarlo. Nos quedamos un día más bajo la mirada sospechosa de la oficial de migración, ya que Diego había conseguido trabajo en un catamarán para cambiar el aceite de los motores y no andábamos para despreciar un trabajo. Y de nuevo, los abrazos y los saludos, a tanta gente que nos ayudó, las lágrimas de Evaldyn apretando a Oiuna contra su pecho y diciendo “my baby, my youngest sailor”, una última mirada hacia ese desierto incansable, y rumbo el mar, proa hacia la isla de ¡Santa Helena! ¿Conclusiones? No, ninguna, todo está abierto, como el mar abierto.
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