Salir de Luderitz. De aquellos meses atrapados por las necesidades del barco. De sus días secos y luminosos, su largo muelle de madera vencida, las calles polvorientas y los rostros repetidos del pueblo. Levantar el ancla después de dos partidas fallidas, después de ver a varios veleros alejarse hacia el Oeste mientras nosotros seguíamos buscando lo invisible, desarmando nuestro barco hasta lo impensable.
Hicimos los trámites de salida del territorio y nos quedamos un día más, bajo la mirada entre sorprendida y suspicaz de la señora de migración. Le aseguré que esta vez zarpábamos. Diego estaba en otro barco, haciendo un cambio de aceite, no estábamos para decirle que no a una chamba. Pero al día siguiente, antes de que madrugara en ese cielo despejado, ya estábamos despiertos, y sentíamos que la partida era real. El barco estaba listo, su tripulación también. Mi compañero y yo, en silencio, fuimos preparando los últimos detalles. La mañana se anunciaba tibia, la brisa era suave pero constante. Lentamente fuimos sacando el ancla de popa del lodo, no era la primera vez que hacíamos la maniobra. Y la voz de Diego anunció: LIBRES! Nunca fue tan bien usada esa palabra. Libres de zarpar, de ir al mar, de entregarnos al océano, de poner velas e ir con la brisa, lejos de la tierra y sus ruidos y su tiempo acompasado. Oiuna anunció por radio Capitanía nuestra salida, y pude oír a Evaldyn, la agente de la torre de control, contestarle “ I love you my baby, my youngest sailor in the sea”.
Dos focas juguetonas nos acompañaron un tramo, mientras levantábamos las velas. El desierto se perdió en la bruma y el océano se abrió, luminoso. Estaban los brazos de Diego, y los sonidos del mar, el balanceo de Tortuga, bien clavada en el agua. El ruido se alejaba, el tiempo se frenaba. Por fin. Por fin, zarpamos.
En la primera noche, dejó de funcionar el GPS, justo en la zona en que un amigo también había perdido toda conexión un mes antes. Al día siguiente, con un simple toqueteo, volvió a funcionar. Nos quedamos pensando que quizás no había sido ningún arreglo, sino que volvió la señal. Nadie menciona que hay espacios sin señal en el mar, y sin embargo... Nuestro piloto automático también dejó de funcionar, pero de manera más definitiva. Instalamos a nuestro piloto de viento, “Dimitri”, hecho por nosotros en Grecia. En Luderitz le había confeccionado una vela extra y funcionaba muy bien. Como con todos los pilotos de viento, hay que reducir un poco de vela para que nos lleve bien, o poner el spi. Tiene un rumbo algo curvo, algunos dirían que caprichoso, pero la verdad es que lleva la nave.
El viento era suave, aquel segundo día, suave pero constante y bien portante. El mar estaba lindo. Apareció una ballena jorobada, la vio Mae. Bien cerca del barco, más grande que el barco, su gran cuerpo gris, lento, regular. Solo se oía el ruido del agua expulsada de su cuerpo, su respiración. Era facinante sentr aquelle presencia tan cerca, immutable, casi eterna. Tras ese gran cuerpo apacible sentí un mundo otro, con otros tiempos y referencias. Emocionada, recordé aquella frase de Melville, "Cuando el mar está medianamente tranquilo, y levemente marcado por arrugas circulares, y esa aleta se eleva como una varilla y lanza sombras sobre la arrugada superficie, podría muy bien suponerse que el círculo de agua que la rodea parece un reloj de sol, con su índice y sus onduladas líneas horarias grabadas en él- En ese reloj de Ahaz la sombra a menudo marcha hacia atrás-"
Los albatros acompañaban al barco, junto con unos pájaros negros grandotes, y otros muy pequeños, negros y blancos. A los pocos días, las aves grandes desaparecieron. Pero las pequeñas, los “petrels”, siguieron apareciendo entre las aguas. Esas aves parecen un avioncito, casi no mueven las alas.
La navegación fue marcada por varios días de mar tranquila y viento portante alternándose con unos días de mar más formado y cruzado, con olas del sur, y siempre portante. Una mañana los cuatro mirábamos el mar. “Me pone loco,” dijo Mae, “¿cómo hacen las ondas para atravesar el vacío?” Pensé en que no veíamos lo mismo, cuando mirábamos el mar. Mae posa sobre él una mirada científica, mientras la mía es esencialmente poética. Pero todos hemos aprendido un poquito a leer en sus aguas las señales de un cambio.
Nos veo a los cuatro, horas hundidos en nuestras lecturas y luego compartiéndolas. Y el mar al infinito. Pensé que estábamos solos, deliciosamente solos y lejos de todo el bullicio inútil. Pero me di cuenta de que no era del todo cierto. Estábamos acompañados por escritores, que alimentaban nuestros pensamientos e imaginación. A veces una enciclopedia, otras un poema o una novela de ficción. Nos hacía compañía lo más exquisito de nuestra humanidad.
A bordo había un ambiente de armonía casi divina. Cuando se calmaba el mar, en la bañera, charlábamos y reíamos, recordamos navegaciones pasadas, nos leíamos extractos que nos gustaron, unos a otros. Cuando el mar se ponía bravo, íbamos adentro, tirados en las camas, y leíamos, y leíamos.
Claro que los días de calma eran un alivio y un festejo para todos. Podíamos entonces salir, intentar pescar, sentarnos en la proa, cocinar normalmente, hacer algo de orden en el barco. Pero también le encontraba su encanto a ese mar movido que se armaba regularmente. Con sus corrientes que chocan, con las olas cruzadas del sur, y que se parecen a una carcajada. Me recordaba las aguas correntosas del Índico, aún si en el sur Atlántico las encontraba más grises, o azul profundo. Un color serio. Pero tanto chasquido y tanta espuma le daban un aire alegre y le sacaban de su solemnidad de las latitudes bajas. En los días de mar movidas, los “petrels” eran aún más gráciles y aparecían más numerosos. Fue buscando en un libro de Moitessier que encontré el nombre de esas aves que nos seguían acompañando. Qué maravilla, como vuelan sin aletear, planean, pican hacia el mar y apenas lo rozan con la punta de un ala. ¿Dónde dormirán? Estábamos a cientos de millas de tierra. También apareció otro pájaro parecido en su vuelo. Pero era todo negro, solo con un círculo blanco alrededor del ojo. Cierto que era duro ese mar cruzado con olas del Sur, pero deslumbraba su belleza imponente y cambiante.
Hubo incidentes durante aquella navegación. Se rompió la spi, por un error nuestro. Estábamos tan cómodos con esa gran vela delantera puesta, que decidimos dejarla, aún si sentíamos que el viento aumentaba. Probablemente llegó a unos veinte nudos y alguna ráfaga más fuerte que otras la desgarró. También se nos rompió un obenque bajo, un día de mar un poco agitado, oímos el ruido desde dentro. Diego colocó entonces un cabo en su lugar, y renunciamos a utilizar la vela mayor por el resto de la navegación. Sin mayor, sin spi y sin piloto automático, seguimos nuestro rumbo con la genoa. Teníamos otra spi más antigua pero el viento era demasiado fuerte para poder usarla. Pero el humor a bordo era bueno, había como una ola de confianza, una liviandad inalterable. Solo a veces, en mis noches de guardia, pensaba en los pocos milímetros de aluminio que me separaban de aquel abismo, en la inmensidad de agua que nos rodeaba y entonces me daba vértigo. Y así la nave iba, a veces rumbo noroeste, a veces suroeste, llevaba “Dimitri”, el piltotito de viento, bajo los incansables alisios que nunca dejaban de soplar.
En nuestras navegaciones por el Indico nos habían acompañado los peces pilotos, peces rayados, que van día y noche junto a la nave durante cientos de millas. Una verdadera compañía. Yo solía ir a verlos, al menos una vez por día, y si no los encontraba en proa estaban en popa. Pero en esta travesía, los peces pilotos brillaron por su ausencia. Pudimos observar sin embargo unas medusas muy pequeñas y blancas, con una vela que sobresalía del agua. No eran como las calaveras portuguesas y no pudimos identificarlas. A veces caía en la cubierta un calamarcito o un pez volador, siempre para la gran satisfacción del gato.
Hubo un cambio en el viento, cerca del décimo día. Había menguado, y en el cielo las nubes habían cambiado, más esponjosas y gordas. El mar estaba tan calmo que nos animamos a sacar nuestra segunda spi, una spi más pequeña que nos había regalado un amigo años atrás. El primer día de spi fue una alegría, tanto más cómodo que la genoa sola. Por la noche la sacamos, y a la mañana siguiente, a pesar de la calma del mar, tuvimos muchas dificultades para instalarla. Se rompió un poco pero la dejamos puesta , y el mar no perdona esos errores. En el atardecer, cuando ya pensábamos en sacarla, la vimos desgarrarse, literalmente partirse en dos, a pesar de que el viento no superaba los 10 nudos. Dolió, verla así. Y volvimos a nuestra inestable genoa, siempre privados de la mayor.
El descanso de los alisios apenas duró dos días y volvieron a soplar con la misma fuerza que antes. Son fascinantes, esos vientos incansables. A pesar de lo movida de la navegación, decidimos tirar una botella al mar, pasando el meridiano 0. Nos quedamos soñando. ¿Qué viaje hará? ¿Cómo será, ser mensaje dentro de una botella? ¿Cómo será, viajar en botella? Hicimos dibujos, pusimos contactos. “Estamos creando un tesoro”, comentó Mae. “Todavía no lo es, pero si alguien lo encuentra, entonces lo será”. ¿cómo será, encontrarse una botella, con un mensaje dentro? Alegría pura, tirar aquella botella al mar.
Hubo un cambio en el mar, a unas 150 millas de Sta Helena. Más peces voladores, y algunas doradas que nadaban pegadas al casco. Una noche, Mae pescó un atún de 20 kilos. Fue casi una hora de pelea, soltando linea y juntando, cansando al pez. En un momento Mae me pidió que prenda el motor para cansar más al pez y el motor me marcó señal de alarma del aceite: había un problema con el filtro y no teníamos filtro de recambio. Así fue cómo descubrimos que nos tocaría llegar a Sta Helena sin motor.
Después de ganar su lucha encarnecida con el pez, y de pasar buena parte de la noche trabajando en él, Mae empezó a entregarme cantidades escandalosas de pescado. Y la vida se puso en torno al pez. Desayuno: Ceviche de pescado
Almuerzo: Pakora de pescado
para la merienda un poco de torta de pescado, y para la cena un salteadito de atún.
¿y luego?, más torta, curry, salteados, y muchas conservas. Ni el gato podía comer más. Se escucharon diálogos incongruos en la mesa. “Che, vos hablás mucho pero comes poco” “no, es que yo torta ya no puedo.” “ A mi no me vieron pero comí un montón” “ Hagamos un plan uno más cada uno y se terminó.”
Estaba calentando leche para hacer una torta de atún y Diego cerrando conservas, cuando una ola nos sacudió todo. Atrapamos olla y frascos al vuelo, y seguimos la labor. “ Aguanta la avena” murmuró Diego, y nos tentamos con la risa sin poder parar.
El ante último día de navegación apareció un ave nueva, más grande, con un pico algo largo. VER NOMBRE Inconfundible señal de que estábamos (“demasiado” no pude dejar de pensar) cerca de tierra. Cuando me tocó ir a dormir aquella última noche en mar abierto, soñé que navegaba. En Tortuga, al timón, en medio del Atlántico y con grandes olas anchas y un mar azul. Había en el sueño una sensación de plenitud, de felicidad, de bienestar, y el mar era tan hermoso como cuando es hermoso. Al despertarme para mi guardia, aún de noche, salí a la bañera y Diego me señaló algo. Era la tierra. La isla era una gran sombra en esa noche de luna. Parecía un gran pez dormido entre las aguas movidas, un gran pez, o una ballena. Pensé que se me habían hecho corto, esos 15 días. 15 días fuera del mundo. Y sentí un inmenso agradecimiento hacia la tripulación de Tortuga, que es la mejor del mundo, sin lugar a dudas.
Había mucho viento e íbamos demasiado rápido. Decidimos guardar casi toda la vela, dejar solo una puntita de genoa, frenar, frenar hasta que salga el sol, para acercarnos con luz a esta tierra, sin motor y sin mayor.
A 10 millas del puerto y 4 de la costa, el viento seguía soplando con todo y faltaba una hora para que amanezca. Con las primaras luces del día aparecieron unas aves blancas, livianas, parecían hechas de papel. Eran los “Fairy tern” (Gigis alba) que reencontraríamos en la isla , curiosos y confiados. Ya amanecía cuando pasamos el cabo. El viento era regular, no muy fuerte y sacamos algo más de genoa. Nos dirigíamos hacia James Town que vislumbrábamos a lo lejos, calculando si podríamos entrar sin pasarnos de largo, ya que estábamos sin motor. Mae tiró la caña, y ahí se aceleró el viento. Luego Wonda, la costurera de Sta Helena, nos dijo que muchos marineros desgarran su spi en ese cabo, porque el viento se acelera brutalmente y sin previo aviso. Mientras Diego y yo intentábamos reducir trapo y comunicar con el puerto, Maé sacaba un atún amarillo de 7 kilos. Se mezclaban frases perdidas como “soltá la escota!” “ está llamando “Port Control”!” “ tengo un pez, tengo un pez!”“ se trabó el cabo del enrollador!” “ es un atún amarillo! Es grande! ” “hay que decirles que venimos sin motor!” “no quiero comer más atún Mael no lo pesques!! ” Escena absurda si las hay.
Pero reducimos la genoa, la borrasca no rompió nada, Mael sacó solo un atún de 7 kilos prometiendo que lo vendería y no tendríamos que comerlo (cosa que no pudo hacer, porque atún sobraba en Sta Helena, y lo más que pudieron hacer sus habitantes para ayudarnos fue prestarnos un congelador para que nos tomemos un respiro antes de seguir comiendo atún, que estaba delicioso por cierto). Y pudimos hablar con Port Control, a quién aseguramos que veníamos bien, pero ellos insistieron en mandarnos sin costos el “rescue boat”. Mal no estuvo, ya que a una milla de James Town las montañas desventaron completamente las velas. Nos remolcaron hasta el lugar de anclaje, y nos dejaron descansar después de un cálido y discreto saludo de bienvenida.
Unas horas después, bajamos a tierra. Mis piernas estaban inciertas, sentía el piso de algodón, la tierra tenía un leve movimiento, y me tuve que detener un par de veces, perturbada por aquel extraño mareo. Sentía algo extraño por dentro. Ante mi, el silencio de la isla y de las aves, las flores. Las ganas de recorrerla, la mirada maravillada y nueva ante todo. Y atrás, o adentro, no lo sé, ese mar, su grandeza, su música y sus ruidos. Tan inmenso. Era como volver de otro mundo, agradecida con llegar y ver esa tierra hermosa y al mismo tiempo, extrañamente, querer regresar a aquel mundo de agua que de alguna manera yo portaba dentro o del que era parte, inextricablemente.
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